15 de mayo de 2011

"FUI POR MADERA Y SALI INCRIMINADO"


Un campesino que ahora se dedica a recargar celulares recuerda la tragedia que comenzó el 3 de marzo del 2009, cuando miembros del Ejército de Colombia dispararon contra él y su primo. Fue acusado de rebelión y de ser informante de la guerrilla y pasó ocho meses en la cárcel. El 26 de noviembre de 2009 pudo comprobar su inocencia y hoy intenta conseguir una indemnización del Estado, como víctima sobreviviente de las ejecuciones extrajudiciales, mal llamadas “falsos positivos”.


“Casi que no cuento el cuento”, afirma Gustavo Buendía*, campesino de los Llanos Orientales, de 35 años de edad, tez morena, padre de un niño de cinco años, al recordar lo que ocurrió el 3 de marzo del 2009. Desde noviembre del año pasado, Gustavo vive con sus padres, su hermana, dos sobrinas y su hijo en una casa esquinera que su familia adquirió con un subsidio del gobierno,  ubicada en Puerto Gaitán, Meta*. Su hermana Marta es madre soltera y trabaja como contadora para mantener a la familia. Los padres de Gustavo abandonaron el campo y se instalaron en la ciudad buscando una vida mejor.


Laura, hija de su hermano Ricardo, hace poco sacó la cédula y comenzó la misma carrera de su tía con un préstamo que le hicieron en la universidad. El hijo de Buendía estudia en un pequeño colegio junto con su prima. Como tienen la misma edad, se la pasan de travesura en travesura. Nos sentamos en el comedor al pie de la puerta principal. Gustavo se muestra interesado en contar su tragedia, aunque le preocupa su seguridad; además, la salida de la cárcel no le garantiza que esté a salvo. Comienza su relato con la mirada abstraída, como evocando cada instante de ese día, 3 de marzo.


Esa mañana, Gustavo emprendió un recorrido hacia una finca aledaña a la de sus padres, donde recogería madera para cercar un terreno. Su primo y amigo Juan Buendía* lo acompañó. Cerca al lugar vive su hermano Ricardo, quien los invitó a almorzar. Con energías recargadas salieron al campo, bajo un sol picante. En el camino, cerca a una humilde casa, se encontraron con un sujeto que parecía bastante preocupado, quien les preguntó si habían visto al Ejército en la zona. Buendía de inmediato sospechó, pero como el hombre estaba vestido de civil, no pudo confirmar si se trataba de un combatiente. Afirma que en la región encontrarse con el Ejército o con la guerrilla es muy común, y que siempre ha preferido quedarse callado cuando le hacen ese tipo de preguntas. Le dijo que no había visto ningún movimiento, que todo había estado tranquilo. Luego salió otro hombre, que indagó a los primos Buendía por las razones que los llevaban allí.


Ataque y acusación


Una llamada alertó a los extraños sobre la presencia del Ejército en la zona: mientras uno de ellos respondía el llamado, el otro observaba con binóculos. Gustavo afirma que más se demoró uno de ellos en contestar que los miembros del Ejército en aparecer. Recibieron la orden de tenderse en el suelo, y así lo hicieron; sin embargo, los otros dos sujetos huyeron del lugar. “Los otros hijuemíchicas ahí cerquitica y no haberlos cogido los tiros y haberse volado… raro", opina Gustavo. Los uniformados dispararon a los campesinos Buendía.


Gustavo recuerda con dolor el suceso en el que murió su primo y él quedó gravemente herido. Mientras permanecía tendido en el suelo, Buendía pensaba en su pequeño hijo, en cada momento de su vida, en lo que hizo y le faltó por hacer. Las imágenes
venían a chorro a su cabeza mientras escuchaba a los uniformados asegurar que quienes les dispararon a él y a su primo fueron los dos hombres que se escaparon, que pertenecían a la guerrilla. Los soldados se acercaron a él y aseveraron que no le habían hecho nada y que iban a prestarle los primeros auxilios. Tras unos minutos de estar tendido —que se le hicieron a Gustavo horas de sufrimiento y agonía—, apareció un alto mando del Ejército, quien ordenó a sus hombres que lo acusaran de rebelión y de ser cooperador e informante de grupos al margen de la ley. “Varias veces me preguntaron sí era zurdo o derecho”, afirma Gustavo, quien interpreta el hecho como la prueba que el Ejército utilizaría para inculparlo; piensa que esa pregunta la hicieron para dejar un arma cerca a uno de los costados de su cuerpo.


Además, le pidieron firmar algunos documentos, pero Gustavo, herido en su mano izquierda, a punto de perderla, se excusó aseverando que no podía firmar porque era zurdo. Recuerda que “el brazo estaba sostenido no más por una telita”. Buendía afirma con tristeza que su primo no corrió con su suerte, aparte de morir instantáneamente en el lugar y ser acusado de guerrillero, a él sí le dejaron un arma al lado de su cuerpo. Antes de sacarlo de la zona y de prestarle ayuda, le pidieron un número telefónico para comunicarse con un familiar. “Ellos me veían tan mal que no creían que pudiera salvarme. Por eso fue que me llevaron al
hospital, para parecer héroes y aparte buenas personas, pero el tiro les salió por la culata”, de esa forma los Buendía vieron a Gustavo tendido en una camilla de un hospital con pocas posibilidades de sobrevivir.


En el primer día que pasó en el hospital le practicaron  dos cirugías, una en el brazo para reconectarlo al cuerpo:“Estaba ya muerto, digamos que estuve de buenas y revivió”, y otra en el abdomen: “Eso me rajaron toda la barriga […], yo no sé qué tanta mano de remiendos me hicieron allá”.


“El siete vidas”


Laura recuerda que la primera en recibir la noticia fue su tía, quien luego de la llamada empezó a llorar desconsolada. No quería comentarles a sus padres el terrible suceso por temor a su reacción, por miedo a que doña Marta sufriera un trastorno. Pero, finalmente,
“la familia se unió, sólo pensábamos en que estuviera vivo, que saliera de ésta. Por eso hicimos todo lo que pudimos”.


En el hospital regional pasó casi 30 días en estado crítico. Recuerda que el médico extranjero que lo atendió lo llamaba “siete vidas”, porque en su situación sobrevivir era un milagro. Además, no elimina de sus recuerdos los rostros de los miembros del Ejército
entrando constantemente a pedirle que firmara documentos, y mucho menos a los funcionarios de la Fiscalía que llegaron a imputarle cargos luego de que sufriera tres paros cardiacos.


Estos últimos aseveraban tener pruebas suficientes para inculparlo, entre ellas el testimonio de un reinsertado que afirmaba haber trabajado con Buendía en la guerrilla, testimonio que
complicaba más su situación. El 30 de marzo, Buendía fue llevado a la cárcel, todavía entubado para respirar, con dolores en todo el cuerpo y con dificultad para moverse. Tuvo que recuperarse a la fuerza durante el tiempo que pasó en la cárcel. Sólo el 26 de noviembre del 2009 pudo demostrar su inocencia por falta de pruebas, y porque la acusación se basaba en el testimonio de un reinsertado que nunca existió, o por lo menos nunca apareció en las audiencias.


Laura describe al personaje como “un NN, no tenía una dirección, no tenía un nombre o una fotografía […] fue el reinsertado quien complicó todo este proceso y eso es lo que a uno le da rabia, que en este país pasen cosas tan injustas. El Ejército hace lo que sea para salir
bien y no le importa hundir a una persona sólo por cuidar su nombre”.


Para Gustavo fueron los días más difíciles de su vida: “Con esa debilidad en la que estaba y con esa comidita que dan allá, mejor dicho. ¡Dios mío, antes no se muere uno!”. Lo evoca todo con algo de impotencia: las peleas en la prisión, el ambiente pesado entre paramilitares, mafiosos y delincuentes comunes: “Se agarran a golpes, a cuchillo, como caiga”, y recuerda
que los integrantes del Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario (Inpec), “le sacaban a uno todas las cositas, se las volvían una nada, dañaban los colchones buscando cuchillos, marihuana, todas esas cosas; eso es tenaz, pero cuando hay visitas ahí sí se portan bien
para mostrar una buena imagen”.


Pero también hizo amigos, compañeros que le ayudaron lavando su ropa, como el evangélico que terminó siendo santo de la devoción de toda la familia Buendía (“es que eso de lavarle los calzoncillos a otro, sólo lo hace una persona que nace con las ganas de servir”); otros, brindándole alimento; otros ofrecían algo que en esa situación suele ser un regalo divino: compañía.


El 27 de noviembre regresó a su casa con imágenes imborrables en su cabeza: “Me veo tirado allá en el suelo, después a mi familia tratando de alentarme, estoy vivo
de milagro, todo eso no se me va a olvidar nunca”. Hoy, Gustavo Buendía piensa demandar al Estado para que lo indemnice. En la situación en la que se encuentra, sus posibilidades laborales son mínimas, y los daños causados a él y a su familia, irreparables. Tiene
un brazo en estado de inmovilidad, secuelas de las perforaciones en su cuerpo que todavía no cicatrizan y cuatro cirugías pendientes que espera costear con lo que reciba de indemnización. Actualmente, no cuenta  con afiliación al Sisbén. Durante el proceso legal que
llevó en su defensa, la familia tuvo que vender sus bienes, pedir préstamos para contratar a cuatro abogados que llevaron en distintos momentos su caso. Y no han podido iniciar el proceso legal de resarcimiento por falta de dinero.


Algunas noches, los momentos dolorosos vuelven a su cabeza y aunque sabe que los culpables de su situación fueron miembros del Ejército Nacional, Buendía perdona y aclara que no todos los uniformados son así, que también conoce de allí gente buena.
Piensa seguir su tratamiento en Bogotá, donde espera iniciar una nueva vida. Tiempo atrás vivió con su esposa y su hijo en el barrio Veinte de Julio, al sur de la ciudad; trabajó en un reconocido centro comercial del norte, así como en la Terminal de Transportes.


Su matrimonio no aguantó las difíciles circunstancias, y Gustavo se separó de la madre de su hijo. Hoy sobrevive con el apoyo económico y psicológico de su familia, trabaja recargando celulares y es consciente de que no puede rendirse, pues su hijo de cinco años lo necesita. Además, al recordar los desaparecidos de Soacha, sabe que corrió con suerte. Fue un fallido “falso positivo”.


Un informe del Centro de Investigación y Educación Popular (Cinep) del 2009 señala que “entre 2001 y 2009 se han encontrado 501 casos con 1.013 víctimas que en su mayoría habían sido presentados como resultado de acciones en combate. […] La Fiscalía colombiana recordó recientemente que 218 uniformados, entre ellos cinco coroneles, seis mayores, nueve capitanes y 14 tenientes, han sido condenados en casos de falsos positivos y que tiene abiertos más de 1.240 procesos por este tipo de ejecuciones con al menos 2.318 víctimas”. Aladino Ríos, campesino colombiano, es uno de los pocos casos de sobrevivientes de los falsos positivos. El diario The Miami Herald publicó su testimonio y en él cuenta cómo se escapó de los miembros del Batallón Magdalena, con sede en Pitalito (ver http:// www.elnuevoherald.com/2009/06/13/474396/laverdad-escabrosa-de-los-falsos.html).


 *El nombre del protagonista de esta historia y el lugar donde ocurrieron los hechos se cambiaron para proteger su identidad”                                                                                             



artículo completo: Publicación en la revista DIRECTO BOGOTÁ

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