7 de octubre de 2010

De un adiós sin fecha de regreso


Sus ojos me miraban con tristeza, me admiraba en silencio como queriendo guardar en su memoria cada parte de mi cuerpo. Con prontitud vi su cara mojada. Nunca la había visto de esa forma. Entre sus brazos me tuvo, en su pecho descansé, mi corazón se apretó, mi cuerpo tembló, sollocé y lo abracé tan fuerte como pude, le hice saber que lo amaba.

Mi padre nunca fue un hombre de muchas palabras y menos de aquellas frases amorosas y protectoras que algunos hijos tienen. Pero ese día todo fue diferente. Ese martes de abril cada instante con él fue una despedida llena de contrastes. Descubrí al padre, descubrí al amigo. Temeroso me vio por fin a los ojos, como con el deseo de decirme eso que siempre quise escuchar. Pero no lo hizo.

Tomé su equipaje en señal de cortesía. Aprovechaba cada instante para verlo a los ojos. Nunca le reprimí que evitara palabras cariñosas, ni que mantuviera el rostro de padre estricto, pero quería escuchar de sus labios tan solo una vez esa frase.  Subimos al carro y empezamos la ruta que terminaría con una despedida. Nada podía cambiarlo, ya había tomado la decisión de viajar a Madrid luego de divorciarse de mi madre. Su adiós y el rompimiento de mi núcleo familiar hacía que en cada kilometro el dolor fuera más agudo.

El frío de Bogotá contrastaba con el lugar de donde veníamos. Villavicencio para mi padre ya no significaba lo mismo que antes, ahora solo era parte de un recuerdo. Mi vida se estaba desboronando lentamente, pensé que la oportunidad de escucharlo frente a frente no se repetiría en mucho tiempo, así que le pregunté que si estaba seguro de irse y dejarme aquí. Es cierto, lo sé, eso fue algo manipulador de mi parte, pero tenía que hacer lo posible para que no me dejara. Él respondió con su voz recia y grave que era ya una decisión tomada y que yo recorrería sus pasos y algún día terminaría en España a su lado.
Finalmente llegamos al aeropuerto. La hora de entrada a inmigración era a las ocho de la noche. ¡Lo recuerdo tanto! Me fijé en cada avión, me fijé en cada viajero, en cada historia y vi que la mía era más triste que cualquiera. Soy hijo único y mi padre siempre fue un ejemplo de vida, ese hombre que durante catorce años estuvo dándome en silencio el apoyo para dar el siguiente paso. El único hombre por el que podría dar mi vida, por el que podría traicionarme.

Un sonido terrible, angustioso, desesperante provenía del pantalón de mi padre, su celular un  tanto viejo alertaba sobre el momento que era, ¡Sí!, ese era el período de dar abrazos, decir adiós, tomar las maletas y embarcarse a un lugar donde a lo mejor empezaría a construirse una historia que tendría nuevos personajes, un nuevo ambiente y un nuevo desenlace.

Suspiré, me ahogué. Mi mirada estaba en el suelo, no podía verlo. Pensé en contener mis lágrimas pero no pude evitarlo. Como un chico me arrojé al suelo, tomé sus piernas y le imploré que no me dejara, que no me importaba vivir en la calle si estaba junto a él, pero me dijo que no se trataba de dinero, se trataba de alejarse de un recuerdo que lo atormentaba y que yo tenía que ser un varoncito y cuidar a mí mamá y vivir con pasión la carrera que eligiera.

Me levantó del suelo y me abrazó. Me pidió que eligiera lo que eligiera siempre fuera correcto y amara lo que hiciera, que diera la vida por mi profesión y que un día no muy lejano estaríamos nuevamente juntos. Yo sé que no fue poesía lo que dijo pero para mí fue lo más tierno y sabio que alguien pudo decirme algún día.

Me besó en la frente, abrazó a las personas que me acompañaban, tomó nuevamente sus dos maletas negras y se dirigió a inmigración con los ojos rojos de dolor. Al llegar a la puerta se detuvo. Sus maletas cayeron al piso y corrió hacia mi. Ese fue el momento más especial de mi vida, venía hacía mí con su cara llorosa y sus brazos abiertos. Me apretó como nunca, suspiraba como un bebé y solo tuvo para mi, la frase que siempre esperé con anhelo. Te amo hijo, te amo.

Tuve para él solo unas palabras, no las recuerdo muy bien, pero le dije: “padre sé valiente, yo estaré bien, soy un Vásquez y nosotros siempre estaremos bíen. Cuídate mucho, seré siempre el mejor hijo del mundo, gracias por confiar en mí y yo también te amo”.

Por dentro moría, pero por fuera controlaba el más grande sentimiento alguna vez vivido. Las personas solemos ser duras con nuestros semejantes, solemos ocultar nuestros sentimientos por miedo a parecer débiles, por un estúpido sentimiento que nos cohíbe a expresar a ese otro todo nuestro amor. Mi padre lo comprendió ese día. Ya no había vuelta a atrás, pero ese martes pudo ser sincero. Ahora si fue el adiós,  una despedida sin fecha de regreso.

Me senté en las bancas donde se ven los aviones despegar y solo pude pensar. Supe que para mi padre no existía persona más importante que yo. Pensé en las fotos donde jugaba conmigo, donde acompañaba mis primeros pasos, recordé las carcajadas que me sacaba con sus comentarios imprudentes, también con sus famosas cosquillas. Esa sombra que había puesto sobre él pudo desaparecer y está vez para siempre.

El avión despegó y en él mi padre. Yo hice lo propio y con mi familia regresé a mi ciudad. Al llegar fui a su cuarto, abracé la almohada donde durmió la noche anterior, lloré viendo la ropa que había dejado en casa. No soy tan fuerte para soportar ese tipo de cosas. A las 2 de la mañana de un miércoles de abril el mundo se estrello con mi corazón. Me sentí el hombrecito de diez años más solo y aunque tenía mi madre allí estaba falto de aquel hombre que se embarcó en un vuelo de Avianca.

Miré por la ventana. La luna era llena, las estrellas estaban hermosas. Recordé una tontería del día anterior. Recién llegábamos a Bogotá; mi padre dijo que cada vez que quisiera tenerlo viera la luna y allí estaría él, peor es nada, por lo menos sabía que cuando el viera la luna también pensaría en mí.

Me acosté en su cama esa noche. No dejaba de verlo en la pared, en el televisor, en la almohada, en mis pies, en mis manos, en el espejo. Quité la almohada y la puse sobre mi cabeza como quien quiere ahogarse, pero sentí una hoja en mi oreja derecha. La tomé con emoción, confirmé lo que era, una carta de mí padre, la abrí y lloré hasta que fue miércoles en la mañana. Los secretos más grandes de mi padre estaban allí, los consejos más sabios que ocultó con palabras estaban en una prosa inigualable, un tierno dibujo donde estábamos los dos felices entre árboles y estrellas acompañaba esas sentidas letras.

Lo cerré y lo guardé como un tesoro, siempre que estuve triste recurrí a esa carta, se convirtió en mi consejera y amiga, en mi maestra y apoyo. Hoy es mí única riqueza, mi más grande bien. Hoy tengo a mi padre en unas cuantas letras, hace poco lo volví a ver y recobré su imagen en mi mente. Le recordé que aun vive en un papel desgastado por el tiempo, pero cuidado con cariño, hoy soy más fuerte para soportar las despedidas pero sigo siendo débil para alejarme de él. No sé si tenía que suceder para que esta historia fuese posible. Esta historia es la historia de la vez en que mi padre pudo decir te amo.

Andrés Voca

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Saludos Agenda Juvenil (Radiandoweb)

">

WWW.RADIANDOWEB.COM

WWW.RADIANDOWEB.COM
Siguenos, escuchanos desde las 5 pm de Lunes a Viernes

En Facebook

Caricaturas

Caricaturas
Enlace con las caricaturas de un artista javeriano y amigo personal

Opinión: "Un cuento que anda por ahí"

Opinión: "Un cuento que anda por ahí"
Jorge Andrade. Fotografo y comunicador social