Desde las tres de la mañana Martha –vendedora ambulante en Corabastos- acomoda sus dos puestos de venta de ropa deportiva, formal y de chalecos en el sector de carga de camiones que se dirigen a municipios de Cundinamarca. Ella paga por su rinconcito $70.000 de impuesto. Además tiene otro espacio al interior de la central. “Eso allá dentro no entra ni un alma, pero pues entre o no gente a uno aquí le cobran sus impuesticos, y súmele lo que hay que pagarle a la administración. […] Aquí no trabaja uno si no tiene plata”. Afirma con tristeza la vendedora.
En la esquina donde se encuentra el casino, una bicicleta adecuada para la venta de arepas y comida rápida llama la atención. Allí está Yolanda quien a pesar de no estar en un espacio cerrado debe pagar $150.000 por dejar guardando su implemento de trabajo en esta central de alimentos del occidente Bogotano. Esta mujer con acento marcado invita a los transeúntes a deleitarse con su arepita e’ huevo, el tinto, el perico y su sazón. Está desde las tres de la mañana en Corabastos, vive en Kennedy, se viene en bicicleta todos los días. Trabaja incansablemente para mantener a sus tres hijos, quienes aguardan impacientes en casa la hora en que su madre llegue para que les dé el almuercito.
Pedro es un tendero de la zona norte de Bogotá. Madruga en su camioneta a comprar el surtido de su negocio “aquí es más barato y así uno puede ganar más. Hay que hacerse la maña”. Lleva bultos de papa, yuca, cebolla y todo lo necesario para satisfacer las necesidades de los acomodados ciudadanos de ese sector de la ciudad.
Marta, Yolanda y Pedro tienen en común la dependencia por la central de Abastos más importante del país. Cada uno de ellos tiene la madrugada y la mañana como fieles amigos. Han visto en este lugar lo que para otros mortales es asombroso y rechazado: Drogas al por mayor y por unidad. Disputas por la mejor ubicación dentro de la comarca. Saben que cuentan con pocos uniformados que sirven en seguridad, en el tránsito, en bajar los ánimos a los enaltecidos coteros que riñen por aparentes tonterías. “se pelean porque uno se movió aquí, porque le robó al otro la carga, por todo” afirma Carlos -celador desde hace tres años en Corabastos- quien ha tenido que soportar los altercados entre los rudos hombres que asechan el lugar. La inseguridad es altísima. Sobre todo en la madrugada donde ladrones aprovechan la oscuridad para despojar de sus pertenencias a trabajadores y visitantes, para robar parte de la cosecha que llega en camiones provenientes de todo el país.
Este espacio del occidente de la capital sirve de alimento para algunas vidas solitarias, para madres solteras, para trabajadores incansables, para vivaces personalidades. Más que una central de alimentos, Corabastos es la central del hambre. Hambre de vida, hambre de oportunidades.
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